Un diálogo es teatro. El diálogo es totalmente necesario para construir comunidad, lo común es lo compartido, ¿acaso no es el diálogo la base de la comunicación? Tal como en el teatro, no es necesario que sea verbal. Los cuerpos dialogan, así como la energía, como el alma, como la resistencia. No podemos obviar que las palabras son necesarias, por supuesto que lo son, pero una palabra jamás comienza como palabra, una palabra es impulso, es actitud, es conducta, es la necesidad de expresión… nuestra palabra común es teatro. El teatro que hicimos en Urabá no fue solo escena, fue conversación tejida con otras formas de decir: con la mirada, con la escucha, con el silencio, con la risa espontánea que brota en medio de un taller cuando alguien se atreve por primera vez.
Contamos con referentes, técnicas, modos comunes, pero todo esto cobra un sentido diferente según el territorio, porque influye la vida del lugar en el que se trabaja, porque influyen los propósitos, porque influye la gente que nos encontramos cada día. Las niñas que preguntan con una fuerza que no cabe en su edad, los adultos que han cargado tanto, pero aún abren espacio para el juego, para la memoria, para el teatro. ¿De qué manera necesitamos la paz? En Urabá, la pregunta se siente distinta. No se responde con conceptos, se responde con el cuerpo; con los pasos que nos llevan al salón, sala o pasillo, con la comida compartida, con las historias que se cruzan en los talleres. Se siente la necesidad de una paz no decorativa, sino una que se construya a pulso, entre todos, en el hacer, en el ensayo, en el error, en volver a intentar.
Es extraordinario que comunidades con condiciones tan precarias para el arte logren hacer cosas tan bonitas. Cuán poderoso es el arte. Algunos contamos con ciertos privilegios y, sin embargo, sin importar las diferencias presupuestales, todos hacemos lo mismo: resistir. Nuestros diálogos son comunes. No importa si las paredes son de madera, ladrillo, o simplemente no existen; no importa si es tarima o tierra, si es frente a la montaña o al mar, si hay luces o no; lo único que se necesita para que el teatro acontezca es que alguien camine sobre un espacio vacío mientras otro le observa, pero esta gente no solo camina: corre, salta, baila, canta, suda, ríe, sana, construye, resiste… y uno ahí, viéndolo pasar, solo puede pensar: esto es mágico. Es aprendizaje puro. Es el cuerpo hablando de algo más grande que él mismo, como si estuviera recordando que vino de una historia larga, llena de heridas, pero también de fiesta, y ahora se levanta otra vez, sin pedir permiso.
Todo público tiene el teatro que se merece, decimos, no obstante, hay que mirar bien. Todo aquel ser extraño que visite estas tierras puede pensar “¡mierda, esta gente merece mucho más!”, y de cierto modo, es cierto, claro que hace falta inversión, condiciones dignas, reconocimiento, pero eso no puede ser una vana mirada superficial frente a un panorama mucho más profundo. Porque, ¿no tiene ya el público algo enorme entre manos? ¿No tiene artistas comprometidos con su comunidad, ofreciendo resistencia llena de fuerza en cuerpos forjados en el calor? El acontecimiento teatral, en contextos como este, es un acto de sacrificio, y este sacrificio es una ofrenda a quien especta; no como un gesto de caridad, sino como una entrega de verdad, como un decir: esto es lo que somos, esto es lo que traemos, esto es lo que tenemos para compartir. El trabajo del actor nunca es para un público, y, no obstante, siempre es para alguno; para esa niña que ve a alguien actuar por primera vez; para ese señor que se quedó parado en la puerta, sin decir nada, pero con los ojos abiertos como pocas veces; para ese compañero que a lo mejor mañana ya no está, pero que hoy vino, se paró en escena, y dejó algo suyo ahí.
Los códigos comunes cambian de significado según el territorio. Lo que en el oriente antioqueño un machete está asociado con el trabajo honesto de un campesino, en el noroccidente es señal de esconderte. Lo que para unos significa podar, para otros significa dañar. Es el mismo objeto, pero no la misma historia, porque cada territorio nombra desde su vivencia, y cada uno se cuenta a sí mismo desde sus propias huellas, pero un “sí mismo” nunca es solamente uno; un sí mismo también significa el otro, porque ser persona es una construcción conjunta. Los niños se contaban a sí mismos y a su comunidad desde la visión inocente de un niño, y los adultos desde su visión adulta, marcada por otras batallas, y, sin embargo, era común. Lo común no borra la diferencia, la abraza. La diferencia también hace parte de lo común. La perspectiva. La forma en que un niño juega a ser animal y un señor recuerda los traumas de la guerra. Todo eso habita el mismo espacio cuando hay teatro. El teatro cobra sentido cuando la lucha social y la tradición popular se relacionan: a través de los cantos de los trabajadores, de las leyendas contadas bajo la palmera, de los bullerengues que nacen del cuerpo como si no hubiera otra forma de decir lo que se dice; a través de lo común. Es común, sin importar la región, caminar por el espacio en un ensayo o taller de teatro, esa imagen se repite: alguien camina, otro observa. Caminares tan iguales, pero tan diferentes.
Una de las cosas más bellas fue compartir espacio con cuerpos distintos a los nuestros. Distintos por su contexto social, por su clima, por sus historias. Cuerpos curtidos por otras costumbres, otros ritmos, otros silencios, y, aun así, pudimos dialogar. No hubo que explicar demasiado, el cuerpo entendía, y cuando no entendía, preguntaba, y cuando no preguntaba, escuchaba. Fue en ese cruce de diferencias donde sentimos más clara la fuerza de lo común.
En el teatro se confronta el conflicto con la paz. No se trata de negar uno u otro, sino de hacerlos hablar entre sí. En estas comunidades eso se siente con claridad: valoran el poder que tiene un arte que, en otros lugares más privilegiados, suele ser subestimado. Lo entienden no como un lujo, sino como una necesidad, como una herramienta para sanar, para narrarse, para resistir sin violencia. No existen las cosas positivas sin algo que las contraste. Lo hermoso resalta porque hay herida; lo simple emociona porque antes hubo exceso; lo común se vuelve tesoro cuando todo alrededor parece querer dividirnos. El teatro aparece ahí, en medio de esa tensión, como una pausa para mirar, para entender, para estar con el otro. Tal vez se trata de caminar, de escuchar el rumor del agua y la firmeza de la tierra, de llevar el teatro donde sea que haya alguien dispuesto a mirar, a moverse, a imaginar junto a otros.
Un teatro que dialogue es lo que necesitamos. Entonces, ¿dónde buscarlo? ¿En el mar o en la montaña?
Gracias, Turbo.
Gracias, Apartadó.
Gracias, Necoclí.
Gracias, Urabá.
Gracias, teatro.
Jefry Gómez Alzate, abril de 2025
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